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Domingo V de Cuaresma

Juan 3, 14-21

Juan 12, 20-33

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
«Señor, queremos ver a Jesús».
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó:
«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre».
Entonces vino una voz del cielo:
«Lo he glorificado y volveré a glorificarlo».
La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
«Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Comentario

Nos encontramos en Jerusalem, es la última semana de la vida pública de Jesús, todo el texto está marcado por el clima de Pasión y Pascua. Ha llegado la hora, ahora sí, estamos ante el momento decisivo.

     Jesús ha entrado en Jerusalem aclamado por la multitud como el Mesías esperado, eso sí, como el Mesías pacífico a lomos de un borrico. Los fariseos contemplaban la escena quejándose amargamente y maquinando como acabar con Jesús.

     Jerusalem en estos días antes de la Pascua estaba llena de peregrinos que acudían de todo Israel. Y no sólo judíos, sino también gentiles, prosélitos o simpatizantes del judaísmo.

     Los dirigentes judíos expresan su desesperación por el éxito de Jesús y, en contraste con ello, unos griegos, gentiles, quieren ver a Jesús. Su petición es presentada a Jesús por Felipe y Andrés, los únicos de los Doce que llevan nombre griego y que eran de Betsaida, una zona con mucho contacto con gentiles.

     La presencia de los griegos, que luego no vuelven a aparecer, sirve de marco para un discurso en el que la universalidad de la obra de Cristo es la nota dominante. Así lo entiende C. H. Dodd en su “Interpretación del Cuarto evangelio”.

     Esta petición de los griegos es vista por los santos padres como un anuncio simbólico de la futura conversión de los gentiles.

     El discurso de Jesús en el que anuncia su propia muerte tiene un sentido de advertencia frente a la tentación de triunfalismo que podría derivarse de la entrada en Jerusalem.

     Jesús anuncia: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. Y la glorificación se realiza a través de su muerte. Una muerte que produce vida. Jesús acude a un ejemplo de la naturaleza, el grano de trigo cuando cae en el surco y muere es cuando da fruto.

     A continuación expone Jesús la paradoja que es la clave de su vida y obra y que ha de ser también la ley propia de sus seguidores, a los que llama servidores, diáconos. Seguir a Jesús es servir.

La paradoja del evangelio es que quien pretenda salvar su vida, aferrándose a su amor propio, encerrándose en sí mismo, la pierde; y, sin embargo, el que entrega su vida, el que sale de sí  para darse a los demás, el que se des-centra para centrarse en Dios y en los otros, es el que realiza plenamente su vida, quien alcanza la Vida eterna.

     Esta paradoja del evangelio aparece también expresada en los Sinópticos: Mt 16, Mc 8,35 y Lc 9, 24

     Los versículos 27 – 30 parecen interrumpir el discurso de Jesús y es posible que correspondan a otro momento. De hecho constituyen un claro paralelo de la agonía de Getsemaní, que aparece en los Sinópticos Mc 14, 32-42 y paralelos. Pero, en su sentido entronca perfectamente con el discurso de Jesús sobre su muerte, porque expresan la aceptación consciente por parte de Jesús de su destino.

     Como todo ser humano, Jesús se estremece ante el horizonte de la muerte, su alma se encuentra turbada. Se le presenta la tentación de abandonar: “Padre, sálvame de esta hora”. Pero, inmediatamente la rechaza, porque ello supondría oponerse a la voluntad del Padre y su respuesta sólo puede ser una: “Padre, glorifica tu nombre”. Entonces se oye la voz del Padre aceptando la entrega de Jesús: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. El Padre da testimonio de que mediante la muerte y resurrección de Cristo se realiza su glorificación.

     Los últimos versículos ponen de manifiesto la trascendencia de la hora de la glorificación del Hijo del hombre. Comienza una nueva era en la que el mal es expulsado del mundo y Jesús exaltado como Mesías congrega una nueva humanidad. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mi.”

     La gente que ha escuchad a Jesús ha entendido bien que habla de su propia muerte y se extrañan, porque el judaísmo pensaba que el Mesías iba a permanecer para siempre.

     El verbo griego “elevar” significa tanto la elevación en la cruz como la elevación a la gloria del Padre. La asociación entre “ser elevado” y “ser glorificado” se remonta a Isaías 52, 13.

     Este discurso de Jesús constituye en el evangelio de Juan el final de su vida pública, a continuación dará comienzo el relato de la Pasión.

     La glorificación de Cristo mediante su muerte en la cruz constituye la epifanía suprema del amor del Padre que en el Hijo nos da la salvación y nos hace a todos hijos.

José Francisco Riaza

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